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En un futuro cercano desaparecerá la última generación que aún guarda una memoria física de lo que era la fotografía antes de volverse información digital.

Se conservará probablemente en los relatos –históricos, museísticos, familiares- el acontecimiento del revelado, el hiato mágico que aún separaba el acto relativamente a ciegas de la toma y el surgir de la imagen en su oscuro baño bautismal. Pero esta memoria ya no estará inscripta en el cuerpo de la experiencia. Mejor dicho: sólo habrá quedado atesorada en cuerpos no humanos.

A inicios de 2014, Jackie Parisier compró un lote de 11 rollos fotográficos, envueltos en 8 paquetes rotulados a mano. En principio, un elemento más de la ingente masa de objetos que circula globalmente en los mercados vintage de bagatelas y residuos culturales de lo más diversos. (Para Boris Groys la política del arte contemporáneo consiste en sustraer aquello que circula anónimamente en las redes y dotarlo de singularidad). Los rollos habían sido expuestos pero nunca revelados. La información manuscrita daba detalles importantes: las tomas habían sido hechas entre 1959 y 1961, en el ámbito privado de una familia, a juzgar por los nombres de los protagonistas: tres niños –llamados Paul, Frank y Rosemary- consignados en cada rollo con la edad exacta que tenían en el momento de la captura fotográfica, medida en días. Sí: por ejemplo, PAULY 2776 DAYS OLD.

“Fueron tomadas por un hombre mayor en East Chicago, Indiana, cuando fue despedido de la planta siderúrgica. No era un profesional. Es todo lo que sé” fue la información vertida por el vendedor. Por la cantidad de lotes disponibles en aquella subasta, se sabe que, entre fines de los 50 e inicios de los 60, utilizó más de mil rollos y diferentes cámaras, como puede deducirse de las cuidadosas anotaciones técnicas. ¿Por qué razón el hombre que tomó esas fotografías –a las que evidentemente valoraba, a juzgar por el meticuloso sistema de almacenamiento y clasificación- nunca las reveló? La obra artística de Jackie Parisier comienza en el momento en que se siente destinada a recibir en sus manos estas cápsulas de tiempo. Durante un año trabajó con los paquetes cerrados, sabiendo que su disclosure sería un acto irreversible, y por lo tanto una decisión ética y estética que no podía tomarse a la ligera. Con paciente curiosidad, prosiguió su pesquisa de este lado de la frontera, aguardando hasta el momento en que el cuerpo material de los envoltorios se agotara en su capacidad de dar pistas a la imaginación. (Estética forense se llama ahora a la labor de hacer hablar a testigos no humanos).

A partir de marzo de 2015, los rollos expuestos a la luz hace más de 50 años, fueron revelados. Jackie investigó obsesivamente las técnicas adecuadas a aquellas antiguas cámaras, como el arqueólogo que precisa traducir con fidelidad una escritura del pasado. A través del cuarto oscuro, Paul, Frank y Rosemary cobraron cuerpo; pero –sobre todo- cobró cuerpo esa cápsula de tiempo vislumbrada por la artista, revelando que no se trataba de un dispositivo aséptico donde un pasado eficientemente congelado nos llegaba en línea recta hasta el presente, sino de un ente vivo. Las fulguraciones centelleantes que emergen en ciertas imágenes son obra del envoltorio metalizado, su lenta y secreta secreción a lo largo de las décadas. (Recuerdo, claro, la supervivencia de las luciérnagas de Didi Huberman). Lo que Jackie Parisier inventa para la fotografía contemporánea es una autoría extraña en la que su hacer se suma al de un ignoto y singular autodidacta nacido en torno de 1920 y el obrar (¿inanimado?) de las cosas y del tiempo.

Nada más lejano del “apropiacionismo” posmoderno y los artistas que posproducen y resignifican imágenes encontradas en un presente perpetuo. Más cerca, en todo caso, de André Breton y Walter Benjamin, que asignaron a las máquinas ópticas la tarea de des-cubrir el potencial mágico que anida debajo de la epidermis de las cosas. Allí donde las cosas atesoran un futuro y donde es bueno envejecer, como esos paquetes rotulados que acumularon su edad para llegar a manos de la destinataria que los convertiría en un mensaje cifrado para las nuevas generaciones, que desconocerán la experiencia del tiempo que separaba el acto de tomar y de ver una fotografía.

Para mí, se ha revelado también el nuevo nacimiento de una artista que ya no volverá atrás de este descubrimiento.

Valeria González

18.355 days old

In a near future, the last generation with actual memory of what photography was before it became digital information will have disappeared. This memory will probably still remain in tales found in History, museums, and family stories, the event itself revealed, the magic gap blindly separating the happening from the rise of the image from its obscure baptismal immersion. But that memory will no longer be inscribed in the body of the experiment. Better still: it will only remain a treasure in non- human bodies.

At the beginning of 2014, Jackie Parisier purchased a lot of 11 photographic rolls, packed in 8 packages, and hand labelled. At first, it was just another element among the huge mass of objects that circulate globally in vintage markets of diverse trifles and cultural residues. (For Boris Groys, the politics of contemporary art consists in withdrawing whatever circulates anonymously in the margins and ascribing singularity to it.) The rolls had been exposed, but never developed. The manuscript information gave some important details: the shots had been made between 1959 and 1961, in the private sphere of a family, to judge by the number of protagonists: three children named Paul, Frank and Rosemary, and consigned on each roll with the exact age that each had at the moment of this photographic ensnarement, calculated in days. For example: Pauly 2776 days old.

“They were taken by an elderly man in East Chicago, Indiana, when he was fired from a steel plant. He was not a professional. That is all I know.” Such was the information provided by the seller. The quantity of lots in that sale indicates that between the end of the 1950’s and the beginning of the 1960’s he used more than a thousand rolls and different cameras, and this can also be deduced from the careful technical notations. Why did this man who took these photos he valued, to judge from the meticulous storage and classification system, never reveal them? The artistic endeavor of Jackie Parisier begins from the moment during which she felt herself destined to receive in her own hands these time capsules. For a year, she worked with the closed packages, knowing that their disclosures would be an irreversible act, and nevertheless, an ethical and aesthetic decision that was not to be taken lightly. With patient curiosity, she pursued her capture on this side of the border, until the moment when the material body wrappers exhausted their ability to provide clues to her imagination. (Forensic aesthetics is the term now used for the labor involved in making non-human witnesses talk).

Beginning in March 2015, the rolls exposed to light more than 50 years ago were disclosed. Jackie obsessively investigated the techniques appropriate for these antique cameras, just as an archeologist who seeks to faithfully translate a handwriting from the past. Through the dark room, Paul, Frank and Rosemary acquired body, but, above all, this time capsule foreshadowed by the artist, revealed that it was not an aseptic device through which an efficiently frozen past reached us in a straight line to the present, but a living entity. The flashing flares emerging from certain images are the works of metallic packaging, slow and secret secretions over the decades. (Of course I remember Didi Huberman’s Survival of the Fireflies.) What Jackie Parisier contributes to contemporary photography is an enigmatic authorship constituted by an unknown and singular autodidact being born around 1920 and an inanimate working of things and time.

There is nothing further from postmodern appropriation and artists who post produce and re signify images encountered in a perpetual present. Closer, in any case, to André Breton and Walter Benjamin, who assigned the chore of discovering the magic potential below the epidermis of things to optical machines. Where things treasure a future and where getting old is good, like those labelled packages that accumulate years to reach the hands of the recipient who will convert them into an encrypted message for new generations, who won’t know the experience of the time that used to elapse between taking a photograph and then actually seeing it. For me, what is also revealed is the new birth of an artist who will not turn back from this discovery.

Valeria González

18.355 days old